¿Somos tan arrogantes para no darnos cuenta que al poner de moda un ingrediente provocamos un desbalance en la producción o extracción que puede terminar en la extinción o desabasto de eso que amamos? ¿Somos tan necios para no comprender que nuestra voracidad hedónica está acabando con el mundo que conocemos? ¿Somos tan ciegos para no ver que con cada producto de moda nuestra creatividad disminuye, las experiencias se limitan, y la evolución gastronómica se ralentiza?

Hace quince años en muchas regiones mexicanas las hormigas chicatanas eran -en el mejor de los casos- un insecto que aparecían con las primeras lluvias, desaparecía al cabo de unas semanas, y su vida pasaba sin pena ni gloria. En algunos estados su consumo era fugaz y su presencia era inadvertida, y casi siempre irrelevante, para la mirada del ajeno a la comunidad. Hoy son motivo de disputas entre recolectores formales y su consumo se diseminó en entidades en los que el clima desértico haría imposible su presencia. Sin importar si estás en Cancún, Tijuana, Monterrey, Oaxaca o CDMX cada año se incrementan los guacamoles, salsas y moles de la afamada hormiga culona como una incipiente y errada homologación de los paladares nacionales.
Una década de festivales gastronómicos, de viajes de investigación, y de mediatización del fenómeno gastronómico desencadenaron un movimiento que puede reducirse -más no simplificarse- en la existencia de uno de los platos icónicos de la cocina contemporánea global: los elotes con mayonesa de chicatanas de Pujol; y a partir de ahí el efecto dominó creativo que pasará a la historia como ejemplo de la dicotómica y complicada relación del gremio con la alacena y el sistema técnico culinario nacional.
La democratización y popularización del placer provoca desabastos, extracciones irresponsables, costos y precios de venta sin regular, intermediarios abusivos y la activación de una economía informal que siempre es más perjudicial que productiva. El efímero e inconsciente placer de una hormiga sanjuanera simboliza nuestra muchas veces inmoral necesidad de comernos al mundo, de sabernos poseedores de un momento de disfrute único, de vanagloriarnos en nuestra obtusa búsqueda del placer. Sin duda, el costo por estos bocados es económico y ético.
Pero no es en la decadencia generacional en la que se encuentra respuesta a estas dinámicas, porque siempre hemos sido arrogantes y voraces. Parece que así fuimos, somos y seremos. Mientras que hoy en España en cualquier época del año y en cualquier región se sirven groseras e innecesarias cantidades de caviar o versiones de trufas, en México hay reminiscencias de las consagradas -y muy olvidables- épocas de las tetelas como un mal comprendido sistema creativo, o del pork belly como recurso supuestamente glorioso para terminar un plato.
En 2021 son los hongos de temporada y las chicatanas las que dominan el panorama y nos confrontan con el mayor peligro de la popularización de un producto desde el punto de vista como cocinero: la vulgarización del ingenio, la disminución de la necesidad creativa, y la muerte de la fascinación o la sorpresa al servicio del comensal.
Porque como consumidores somos voraces, pero como cocineros somos comodinos. Se nos va la vida en conseguir un producto de moda, pagando cantidades ofensivas, y entrando a un círculo vicioso de comercio informal, ignorancia, y limitantes técnicas que reducen a aquel tótem culinario a recurso decorativo, exotizado y desustanciado.
Arrogancia culinaria en todos los sentidos, creer que conseguir un producto deseado por muchos mejora de inmediato la calidad del concepto y lo ofertado. Ceguera de oficio es creer que con la presencia inmediata del ingrediente conseguimos la suculencia. Porque con las hormigas, hongos y otros productos exclusivos parece que es más rentable subirse a un tren en movimiento que preguntarse si el vagón ya está muy lleno. Definitivamente mucho que hacer, pensar y decir. Los leo.
