Hace 18 años las redes sociales se plantearon como la tierra prometida de la libertad de expresión, la forma más refinada para comunicarse, la manera moderna para romper barreras y promover la conectividad entre regiones y personas que parecían condenadas al silencio. El sueño dorado de escritores, comunicólogos, y de individuos con necesidades de expresión más grandes que las de su entorno físico inmediato. Por su parte, los medios masivos tradicionales fueron escépticos por la más vieja de las razones: el miedo a perder control, poder, autoridad, influencia y utilidades.
A finales de la primera e inicios de la segunda década del siglo 21, aquellos con deseos de híper conectividad nos emocionamos sinceramente y sentimos que éramos parte de una nueva era que iba a modificar en definitiva la convivencia humana. Y en efecto, la convivencia cambió, pero no de la forma que se había soñado.
Ilusiones cumplidas
Todos podíamos comunicarnos eficientemente y fomentamos nuevas relaciones que unos años antes parecían imposibles. La distancia física se sustituyó por 140 caracteres, surgieron nuevos estilos de comunidad, la soledad física pasó a ser compañía digital y las coincidencias se sentían como una sociedad cuántica que existía sin ser presencial.
Lo más bello era encontrar nuevos discursos y sentir que éramos personas reales las que estábamos detrás de una plataforma digital planteando ideas, discutiendo, contrastando y enganchándonos a esa nueva forma de adicción que era la de conversación pública limitada por el texto, y sin mas deseos que de expandir las fronteras racionales de la comunicación humana. Era la versión ultra moderna del viejo recurso literario conocido como “relación epistolar”, y siempre me divirtió imaginar cómo Galileo, Sor Juana, Kepler, Colón, o Moctezuma hubiesen aprovechado la inmediatez para acelerar sus conocimientos, confirmar traiciones, apuntalar amistades, o tomar decisiones sobre amores, imperios y ambiciones.
Los primeros años de redes sociales en México fueron de ilusión de las personas de carne y hueso por hacernos de un lugar en una naciente comunidad digital, de incredulidad empresarial, de indiferencia de los políticos, y de auténticas intenciones globales por demostrar que como especie supuestamente estábamos listos para nuestro siguiente escalón en la evolución darwiniana. Parece que han pasado siglos de aquellas fantasías oníricas, y en pocos años logramos que Twitter pasara de ser la exaltación de la inteligencia humana a la confirmación digital del infierno de Dante.
El reino de la falsa interpretación
El ser humano seguirá siendo humano, y no son las condiciones externas o una de sus obras las que podrán modificar por sí solas sus patrones mentales o sociales que por milenios construyeron y solidificaron. Como era de esperarse, las redes sociales demostraron que todo aquello que el humano constituye como paraíso también es capaz de transformarlo en infierno. Una forma de Frankenstein del nuevo milenio, en el que la obra persigue y destruye al creador, o las redes sociales terminan atrapando las conciencias, transformándolas y creando un nuevo homo sapiens twitensis.
La sensación de cercanía digital diluyó algunos de los finos códigos inherentes del distanciamiento social y, sin intenciones retrógradas, hay que reconocer que las formas para comunicarnos con otros nunca fueron tan poco reguladas o enmarcadas por códigos de sana convivencia. Es decir, la máxima virtud de la comunicación digital (la de la eliminación de distancias físicas y sustitución por cercanías virtuales) fomentó el caos y provocó que la clásica forma de comunicación -en el que una frase tiene infinitas formas de comprenderse de acuerdo a quien recibe el mensaje y por lo tanto construir nuevos códigos interpretados- se convirtiera en una forma virulenta, que se constituye como una entidad dicotómica que simultánea y acelerádamente crea y destruye al emisor y receptor, y no tiene otro fin que el de la autoconfirmación por encima del otro. Individualismo existencialismo del que Kant estaría poco orgulloso.
Queda claro con muchos casos de personalidades del mundo político, del espectáculo o artístico en el que una frase dicha en redes sociales muchos años atrás se convertiría con el paso del tiempo y la interpretación a posteriori en un arma dispuesta a herir, destruir o matar de acuerdo a las intenciones de un receptor que probablemente ni siquiera había nacido al momento de la emisión del mensaje original.
En ese sentido, vivimos en un reino anárquico, en el peor de los escenarios cuánticos o en la versión oscura del Efecto Mariposa, en el que una palabra expresada en el presente sin ninguna intención particular puede motivar una colección incierta de posibles futuros y desatar glorias o infiernos jamás imaginados. Es un escenario en el que cualquier cosa puede encontrarse, no desaparece, y se vuelve un eterno bucle de posible buena o mala interpretación, que se confirma así misma, que se vuelve a destruir, y que no deja de crecer o desaparecer tan rápido como nació o murió. El uróboros digitalizado del tercer milenio.
Qué lejano se siente aquel sueño de principios de siglo en el que el ser humano entraría a una suerte de “era de acuario” o “tierra prometida” de la comunicación, en la que todos nos veíamos fortalecidos mental, física y espiritualmente para cumplir nuestros sueños más profundos sobre la nueva era de la ciencia y la tecnología, de la expansión de las características mentales y sociales.
Confieso con atisbos de vergüenza por mi ingenuidad de hace casi dos décadas que llegué a pensar que a finales de 2020 ya estaríamos encaminados con mucha fuerza a la dilución de fronteras entre países, la disminución de arcaicas tensiones entre religiones y dogmas, y hasta alcanzar conexiones metafísicas a través de la conexión telepática entre humanos entrenados. Una especie de nuevo mundo de mayor equidad, menos ambición desmedida, en el que el acceso a la información fuera motivo de unión y no de destrucción. Tristemente, vivimos en un 2024 en el que un virus reveló las grandes falencias emocionales y mentales que como individuos y sociedad aún poseemos y exhibimos.
En el sentido de aquel paraíso digital -y por utilizar la figura mitológica cristiana del cielo como premio a las buenas acciones- creo que como humanos no fuimos expulsados del Edén, en realidad, nosotros fuimos a la vez nuestra propia tentación y el fruto prohibido. Somos el mal y el bien encarnado, el conocimiento dispuesto a la autodestrucción gradual y sin sentido. Nietzche tenía razón.
Google es Dios
A la par de las nuevas formas de convivencia, el crecimiento acelerado en la acumulación y búsqueda de información en buscadores como Yahoo o Google fueron un vistazo a ese futuro prometedor. Encontrar rápidamente cualquier cosa seguramente fue el sueño dorado de los bibliotecólogos de la antigüedad, pero la generación nacida a partir del año 2000 puede confirmar la contradicción existencial en la que el Todo genera Vacíos y el Vacío genera Totalidad. El humano jamás había tenido tal cantidad de conocimiento acumulado de fácil acceso, y seguramente nunca se había sentido tan vacío y tan inútil ante dicha información.
El acceso a la información confirmó que el humano no dejará de ser humano: la pornografía fue, es y será la información más buscada en internet, y hoy solo es acechada muy de lejos por las compras online, o sea, el sueño dorado del consumismo capitalista que más allá de hacer un mundo más equitativo confirmó y agravó las distancias entre una pirámide social que se resiste a cambiar.
En ambos casos, las conversaciones sobre la ética en el mercantilismo exacerbado, el acceso a la información y las formas de uso de los datos personales han derivado en incipientes regulaciones que seguramente caerán en nuevas formas de censura, prohibicionismos, radicalismos, y hasta nuevos totalitarismos. Aquellos que pugnan por el control -que no regulación- de la libertad digital corren el riesgo de convertirse en los nuevos dictadores y dueños de la verdad total.
Mientras que a principios de siglo soñábamos con vivir conectados permanentemente, en 2019 y más aún en la pandemia, los movimientos a favor de la desconexión digital y los discursos sobre la desintoxicación de las redes sociales fueron, paradójicamente, tendencia en redes sociales. Lo irónico es que en esos años hubo un crecimiento desmedido del coaching o de las terapias alternativas de espirtualidad que la mismo tiempo que satanizaban la vida digital ofrecían los servicios a través de Instagram y subían videos a Youtube en los que hablaban sobre mindfulness, y la importancia de estar en el “aquí y ahora”. Los asistentes deseosos por demostrar sus avances, no tardaban mucho en publicar fotos, stories o videos sobre los beneficios de su nueva terapia. La broma se cuenta sola.
Por contradictorio que parezca, nuestra vida actual ya no puede entenderse sin conexión digital. Hay igual número de ventajas que desventajas en el uso de la tecnología, y estamos en una ventana de oportunidad para que desde la reflexión ética, la búsqueda de balance y la autocrítica flexible propongamos nuevos códigos personales y sociales de una era tan frágil como seguramente fue el nacimiento del universo mismo.
Todos somos imbéciles
En materia de existencialismo del siglo 21, en sus últimos años Umberto Eco nos regaló una frase enmarcada por el diario La Stampa: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad. Entonces eran rápidamente silenciados, pero ahora tienen el mismo derecho a hablar que un Premio Nobel. Es la invasión de los imbéciles”.
Entonces, la discusión no está en si somos imbéciles o no, eso está más que claro que ante el mundo que vivimos todos -absolutamente todos- lo somos. El verdadero conflicto es saber lidiar con nuestra idiotez, hacerla socialmente funcional, y plantear un nuevo escenario ético para la convivencia entre imbéciles asumidos. En materia de existencialismo actual, habrá que repensar si es que googlear o hablar nos hace más o menos humanos, o más o menos imbéciles. Todo está por construirse.
