Signos de encuentro (México y España, partes de un mismo crisol)

Dicen que quien busca encuentra, pero casi nunca se encuentra de la forma en que se planeó. En cuestiones de identidad personal, social e histórica es entrar en un océano de posibilidades del que solo los más avezados -frecuentemente llamados tontos o inconscientes- salen bien librados.

Para escudriñar los orígenes de la identidad personal, el viaje comienza con un despertar de conciencia que acaba solo de dos formas: en el mismísimo día que la luz de lo físico se apaga para siempre, o cuando la sombra del aburrimiento y la fatiga se cuela por los entresijos de un alma despierta para estrangularla lentamente hasta matarla. Entonces, buscar quién eres, por qué eres cómo eres, de dónde vienen las formas y fondos del espíritu inquieto es la forma más condenadamente divertida de morir dignamente. Solo la muerte detiene la introspección sincera.

Los lados del rompecabezas

Hasta hace poco comprendí que la necesidad de viajar a España para encontrarme a mi mismo pasó por etapas de las que no necesariamente me siento orgulloso. Algunas de renuncia y hartazgo ante la incomprensión de lo mexicano y la dificultad de hacer de mis intenciones de innovación un estilo de vida; otras veces cansado de la cotidianidad que resonaba a mediocridad instalada en el ambiente culinario nacional bañada de éxitos fatuos, políticas públicas fallidas, egocentrismo exacerbado e intrusión de personajes cínicos a un gremio noble que hasta la fecha no encuentro utilidad ni sentido.

Pero qué equivocado estaba en muchas de mis percepciones de aquel entonces. Cuando pensé que México se movía muy lento ante la demanda de movilidad que el mundo exigía, en realidad era mi impaciente ansiedad llevándome al extremo de la falta de empatía ante el camino ajeno, sus formas, movimientos, tiempos y necesidades. Cuando pensé que en el terruño propio jamás encontraría sitio para que mis afirmaciones algunas veces bañadas de poca humildad surtieran efecto entre los míos, era cuando más consciente debí haber sido de mi papel en el entramado nacional. Cuestión de inmadurez y de falta de visión; mea culpa.

Me convertí por voluntad propia en un viajero eterno de la identidad personal y colectiva; en un explorador de la mexicanidad y sus muy puntiagudas esquinas. Un continuo observador de mi forma de ser respecto a otros, en presencia y a la distancia, con permanentes y sinceros anhelos de comprensión existencial. 

Sin importar la retahíla de errores cometidos confieso nunca fueron desde la mala intención. Más bien desde la inmadurez, la arrogancia repentina, y la ansiedad que te destruye la entraña por revelarte desnudo frente a un enorme espejo de plata en el que los errores se maximizan, los éxitos se achican, y las oportunidades se nublan. El juicio otorgado por nuestro propio reflejo termina por ser la mayor de las condenas. Y sin sentirme vencedor de mis propios juicios, puedo decir que el viaje hasta hoy ha valido la pena.

El mismo cristal, pero en 2 piezas

Después de todos estos años, de haber vivido por casi tres en España, de haber regresado justo antes de la pandemia, y de estar hoy basado en CDMX, estoy cierto que los mexicanos ni somos ni más ni menos que los españoles, y por muy ridículo u obvio que parezca, solo somos diferentes. Somos partes de un mismo cristal que alguna vez estuvo unido y que tomo aires de suficiencia e independencia con la ayuda de un océano.

Sin afanes españolistas -de esos de los que muchas veces me han acusado y en los que confieso sí he caído o provocado- puedo confirmar desde el fondo de mi corazón que somos más parecidos de lo que creemos, que nuestras diferencias solo son formas diversas de enfrentar la complejidad de la vida, y que las profundas coincidencias nos toman por sorpresa cuando comemos, bebemos y cocinamos.

Confirmo sin pretensiones intelectualoides que somos parte de una misma pieza de un gran rompecabezas. Una pieza de color azul atlántico, con notas rojizas color sangre de ambos lados, bañadas en mezcal y brandy, con chile, tomate, maíz, trigo y carnitas interpretadas a la distancia, de arroz con leche y buñuelos a ambos lados de un azul intenso que a veces se resiste a ceder para conciliar.

Matriz divina

Tal vez sea por mis recientes lecturas sobre Física post cuántica que me hace sentido la existencia de una unidad máxima de energía que lo unifica todo, y hoy en lugar de tratar de diferenciarme de los no mexicanos a través de un valor material o tangible -ingrediente o plato- busco encontrar las coincidencias etéreas que evidencien que cada sociedad es la interpretación y materialización regional de algo superior que es igual para todos.

No hablo de la divinidad y sus manifestaciones históricas, ni mi intención es distraer con temas de los que soy poco versado, hablo en realidad de cocina, de técnicas y representaciones materiales de necesidades universales de alimentación. Hablo de moler con morteros de mármol o molcajete, hablo de coincidir en el espacio-tiempo sin jamás haberse visto hasta conseguir sabores o texturas que son casi iguales a pesar de la falta de coincidencia física.

En cuestiones culinarias ya poco me importa la propiedad única e intelectual de una técnica y su respectivo utensilio, muy atrás dejé mi obsesión reivindicadora de que el territorio denominado México fuera reconocido como origen y destino de ingredientes específicos para así lograr -y afirmo que me estoy burlando de mis propias formas y dichos- que “el país tome el lugar que se merece en la historia del planeta”.

Qué sentido tiene reconocer algo que a la luz de la actualidad suena más a anécdota que a utilidad práctica. Estoy seguro que debemos seguirnos contando esa historia con deseos de memoria, pero no caer en romanticismos vacíos, en discursos o soliloquios que terminan en deseos revolucionarios fallidos con tintes de chovinismo inútil.

Vocación de conocimiento

De mi reciente viaje a la Mezquita Catedral de Córdoba aprendí que la perspectiva universitaria de la Córdoba musulmana en los siglos 9 y 10 era la de encontrar los signos de la divinidad en todo lo existente. Así la medicina, la comida, el sexo, la poesía, la arquitectura, el descanso, la filosofía, la música, y la política (y en general toda actividad humana) se hacía con la comprensión de que dios (Alá) habitaba en todo, se manifestaba en todo, y se honraba a través de su continua ejecución.

Hacer ciencia era hacer el amor, y cocinar era ser científicos. Y de todo lo que fui buscando en ese viaje me fue revelado eso que me hizo cerrar una etapa de introspección para abrir otra. Cocino, escribo, leo, hablo, pienso, mido, siento todo con la misma necesidad de encontrar la Verdad a través de cada acto, cada pensamiento y sentimiento.

En materia de identidad personal y social, tras este viaje encontré, no solo como yo esperaba, sino de la forma en que necesitaba. Es una forma de ser feliz y dar rienda suelta a nuevas dudas, preguntas, acciones y emociones. Soy feliz porque me siento perteneciente a ambos lados del cristal que se rompió, porque alcanzo a comprender -y acepto mi muy profunda ignorancia- apenas los vestigios de aquello que alguna vez estuvo unido. Somos de los dos lados del Atlántico, somos México y España.

Publicado por elcig.mx

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