Sobrevivir a las licua-gomichelas, al culto a lo grotesco.

Han sido semanas de que los términos gourmetización, foodificación y gentrificación son parte de mi cotidianidad. Ya sea porque las leo en textos de entrañables referencias académicas españolas como José Berasaluce o Inés Butrón -director y profesora del Másterñam de la Universidad de Cádiz, respectivamente-, o porque profesores de la Universidad Vasco de Quiroga me invitaron a un foro de investigación donde equipos de estudiantes versaron sus trabajos sobre las consecuencias positivas y negativas de dichos procesos donde la conversación se tornó interesante y densa.

O sería porque publiqué en este espacio la Carta Abierta a la Panadería Mexicana en la que hice énfasis sobre cómo el pan en urbes como la CDMX se ha convertido en un elemento diferenciador, clasista y hasta racista; o solo porque es un tema que está en boca de muchos aunque puede que sea demasiado tarde para evitar sus más perniciosos efectos. Sea el caso, no es una discusión a la que podamos huir desde el quehacer gastronómico como cocineros, investigadores, profesores o estudiantes.

Culto a lo grotesco

Me niego a pensar que el máximo triunfo conceptual de las bebidas mexicanas populares sean las  micheladas y sus exacerbaciones llevadas al límite como licuachelas, kitychelas, rotochelas y otras tantas que en lo complicado del nombre llevan la penitencia de lo grotesco. Lejanos parecen los tiempos en que las gomichelas incluían gomitas y uno que otro aderezo, porque hoy entre más elementos comestibles dentro, sobre o fuera del vaso se vuelven más atractivas y comercialmente exitosas.

Son una oda a la construcción sin sentido de sabores y texturas, porque la infinidad de elementos superpuestos -muchos contrarios al de la capa anterior pero menos protagonistas que el de su capa superior- terminan por ser un cúmulo de sensaciones imposibles de describir. Es un trago de muchas cosas sin que realmente sepan a algo definido, una innecesaria pero sí muy costosa sobreestimulación sensorial que resulta en confusión y dilución del gusto y el sentido no solo fisiológico sino estético y hasta conceptual.

¿Es la cerveza un medio o un fin para el consumo de todos esos ingredientes que en su mayoría no combinan ni siquiera en este formato, o solo es el pretexto para dejarse llevar por el mal gusto, la incapacidad de combinar sabores y la necesidad de vender elementos grotescos que aparezcan perfectos en una foto pero cuyo sabor predominante sea el de cerveza caliente con ingredientes ácidos, dulces y salados dispuestos sin orden ni equilibrio?

Las licuachelas para mi representan un culto a la incapacidad de acallar el cerebro y disfrutar del alto valor que tiene un producto por sí mismo, o sea, de disfrutar una cerveza fría, sin ataduras, sin exaltaciones innecesarias, sin importar que sea la más comercial de todas, pero que al menos se sirva en condiciones óptimas de consumo. Es el ejemplo de la renuncia a lo bien hecho de manera llana, de la paz que genera lo minimalista, del reconocimiento sin elogio desmesurado, del orgullo sin arrogancia, de la mexicanidad sin patrioterismo, del amor sin llanto, o de la virtud sin seudo santificación. Hoy parece que todo tiene que ser exagerado, ruidoso, chillante y desagradable.

Me niego a aplaudir a las licuachelas como creativas o provenientes del ingenio popular nacional, porque casi siempre son costosas, mal servidas, con la cerveza caliente, los elementos externos puestos de formas caprichosas y poco asertivas en su combinación. Son caóticas en un país del caos, son la ausencia de reglas en un país que le cuesta mucho trabajo caminar por el lado de la valoración de lo sencillo; son una especie de ruptura del orden pero sin sentido gastronómico propositivo más que la mera necesidad de consumir por consumir.

Son el ejemplo bebible -y tal vez la inspiración indirecta- de otras apuestas por romper las barreras de lo estético, de ofrecer supuestas nuevas experiencias, de engañar por las ganas de ser diferente. Las hamburguesas hechas con pan de muerto o conchas, las roscas de reyes que combinan elementos salados y dulces, o los panes de muerto de color negro que en su interior guardan figuras de porcelana de calabazas de Halloween, tiernos fantasmas, o brujas volando en una escoba, son solo la punta de un iceberg de varios kilómetros de profundidad y de un peligro indescriptible de la confusión entre creatividad, ingenio, supuesta innovación, ganas de romper el status quo, o simple necesidad de competencia comercial.

Me resisto a creer que esto es innovación, y sí una suerte de engaño de las tendencias en redes sociales, la necesidad de hacerse viral por el mero recurso de la fama fatua, de cobrar en tiempos de crisis económica, y de hacerse un lugar en la muy combatida batalla por el triunfo comercial.

Con cada licuachela que se sirve, cada influencer que las postea en sus redes, y cada video sobre su triunfo en el mercado de La Lagunilla, parece que los largos y sutiles dedos de la gentrificación conquistan un nuevo paladar, un nuevo espacio, una nueva comunidad y dejan a su paso una colonia vacía, un uso parasitario de espacios públicos, y nuevas formas de abandono de lugares de tradición añeja.

Sencillez como acto de resistencia.

Y solo tal vez el remedio sea la desintoxicación física y mental de la exageración y la hiper estimulación como modelo de vida. El saber reconocer el poder transformador de unas gotas de limón sobre un taco al pastor sin necesidad de recurrir a tres o cuatro trozos por bocado. Es volver a beber una cerveza helada, bien servida, en un vaso limpio y de preferencia frío, con el uso correcto del servicio solo por servir al otro sin exageraciones que terminan en lo absurdo.

Tal vez sea apartarse del teléfono para comer en paz, dejar de publicar en redes sociales las visitas a taquerías o restaurantes y concentrarse en comprender qué hace diferente al suadero de un taquero u otro. Probablemente, solo sea concentrarse en el estímulo de respirar y vivir, ese que es tan aburrido, simple y gris para quienes prefieren la sobreestimulación de sus sentidos y cuya adicción a la dopamina fácil les hace perseguir -y exigirles a quienes sirven comida y bebida- «crear» cosas cada vez más nuevas y más excitantes.

Tal vez solo sea comer, disfrutar, deglutir, dar las gracias y continuar. Tal vez disfrutar de un plátano, un café sin azúcar, un bocado de pan con aceite o una tortilla con sal será el acto de mayor resistencia social ante las manos del placer exacerbado. Dudo que se extingan las licuachelas pronto, que pasemos de largo esta moda que parece ya es más comportamiento y necesidad que simple ocurrencia creativa. Tal vez sea porque jamás me gustaron las micheladas, y siempre fui niño más de mostaza que de papas sobre las papas fritas de mi cajita feliz.

Tal vez soy tan raro que el acto de una cerveza helada en medio de una comida sin más garnituras ni adornos sea el mensaje de que la vida está más allá de la realidad que nos presentan. Tal vez las licuachelas tienen tantos elementos por fuera que representan su vacuedad conceptual e interna. Tal vez solo sean el reflejo de quienes somos hoy.

Publicado por elcig.mx

Grupo académico de carácter gastronómico dedicado a la innovación, extensión y vinculación. MISIÓN. Ser un grupo de referencia dedicado a la investigación y transformación de los paradigmas gastronómicos actuales, que extienda el conocimiento generado hacia la comunidad, lo vincule y divulgue de manera efectiva a la industria de alimentos y bebidas para enriquecer a la Gastronomía como actividad social y científica. VISIÓN. Para el 2030 ser un referente académico nacional e internacional reconocido por la comunidad gastronómica y científica resultado de la aplicabilidad de su conocimiento generado, la formación de profesionales de alto nivel en sintonía con centros de enseñanza superior, y por su contribución a la expansión de la Gastronomía.

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