El barro vive

Para la cocina mexicana, el barro es un indiscutible aliado. En forma de comales, cazuelas u ollas de diversos tamaños –que incluso podrían sorprender por sus gigantescas proporciones- el barro pareciera que es parte fundamental del sabor nacional. Sabor, sí con mayúscula, ese que es la obsesión de algunos cocineros, la muestra inequívoca de sazón, la forma más sencilla de agradar un paladar o la forma más recurrente para discutir en una mesa. El sabor a barro parece intrínseco al carácter mexicano.

A lo largo del territorio nacional se pueden localizar diversos epicentros alfareros cuya existencia puede datarse como de los más antiguos del mundo. Algunos con casi cuatro mil años de existencia, otros más recientes que pueden ser los que heredaron los actuales asentamientos en Oaxaca, Puebla, Tlaxcala, y otros sitios mesoamericanos del centro de México.

Oaxaca –siempre Oaxaca- es una de las entidades con mayor diversidad alfarera. Barro negro, rojo y verde manejados con excepcional maestría. Los utensilios de cocina son singularmente buenos, atractivos en lo estético y adecuados en lo funcional. Independientemente del color, el barro siempre está hecho de arena, lodo, agua, y fuego. Con conocimientos artesanales ancestrales, la fórmula está resguardada por los alfareros cuya principal competencia es por la elaboración de un utensilio más resistente al fuego y al frío, que cocine mejor los frijoles, que resista mucho mejor la cocción diaria de tortillas.

Conscientes de su importancia social pero desprendidos de las virtudes materiales de un oficio que conecta con la génesis de la humanidad misma, los artesanos combinan los ingredientes y cuecen a fuego vivo las piezas de barro para obtener un utensilio que pueda obtener capacidades de refracción cuando se le someta a calor o frío intensos. 

Fuego, agua, tierra y aire son los elementos que dan forma a la vida. De esos está hecho también el barro. Los cuerpos vivos tienen una capacidad de expandirse o contraerse dependiendo del medio que habiten, la temperatura que los rodee y la función que tengan en un sitio específico. Así también funciona el barro. Expandiéndose al calor del fogón para cocinar frijoles y contrayéndose al retirarlo inmediatamente para someterlo al frío gélido de las montañas oaxaqueñas. 

Como los músculos de las mujeres que echan diario tortillas, como los huesos de los hombres que se someten a 12 horas de jornada en la milpa, como los niños que soportan con sandalias y camisas de manta los vientos helados de cualquier sierra mexicana, el interior del barro también tiene memoria. Es capaz de moldearse al calor del trabajo –como los campesinos y su yunta-, modifica su interior para adaptarse a su medio y se vence sólo con el paso del tiempo, cuando la contracción y dilatación excedió su capacidad de vida, cuando las horas de ardua labor vencieron su cansada esencia.

El tiempo, para una vasija, cazuela, olla, o comal, no pasa en vano. Cada contacto con el fuego o el frío deja cicatrices difíciles de olvidar, manchas en su superficie que recuerdan el motivo de su existencia, pequeñas hendiduras que contienen la sabiduría engendrada entre el que cocina y su utensilio. Por eso el día a día del barro jamás es igual, para el ser humano tampoco. En la mañana un cocinero puede despertar con ánimo y deseos de vida, y por la tarde contraer un catarro que lo deja incapacitado por varios días. En la mañana el barro podría parecer igual de resistente que siempre y después de enfriar el nixtamal en su interior podría despostillarse de alguna orilla por el contacto con una cuchara o el frío mal dirigido.

Si los cocineros tienen la capacidad de potencializar el sabor de diversos alimentos, el barro puede ser un fiel aliado en la faena por conseguirlo. Si el ser humano tiene como único destino seguro la muerte, el barro tiene como único destino la ruptura por un uso constante. Pero exactamente igual que con el humano, lo importante del barro no es la forma de su muerte sino los cómos de su existencia: sus triunfos, fracasos, intentos, promesas cumplidas y rotas, cocciones logradas y detalladas, sonrisas por haber levantado una tortilla de su superficie, o una mueca por haber roto una pieza que se consiguió con tanto ahínco. 

En palabras de Eric Mindling, ceramista estadounidense e investigador de la alfarería oaxaqueña, la muerte de un ser humano provoca luto, lamentos y tristezas. La ruptura de la primer pieza de barro conseguida de manos artesanas experimentadas provoca lo mismo. La diferencia viene cuando se sostiene entre las manos la segunda pieza que sustituye a la primera. El humano es irrepetible, el barro también. El barro tiene un propósito definido, la tarea del humano durante su vida es encontrar el suyo. Sí el barro vive, el humano también. Inseparables aliados de una búsqueda interminable. El hombre construye al barro, luego el barro ayuda a construirse al hombre. Principio y fin, en el universo no hay errores.

Publicado por elcig.mx

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